BIENVENIDO A LA MAQUINA
Autor: Briam Pérez Hueso
El aire se hacía poco a poco más denso y la presencia de la muerte palpable a cada latir acelerado de mi corazón. Ese momento, en el que los estruendos de las armas rompieron con la paz de mi comunidad. Gritos de lamentación y llantos impotentes nos acogieron en un afligido entorno. Mi tribu indígena los hacía llamar “hombres blancos”, hermanos que por su egoísmo y codicia se alejaron de la madre tierra, construyendo un mundo consumista alejado de las leyes naturales. Ellos, eran los causantes de esta tragedia. Su hambre por las riquezas de nuestras tierras, quiso hurtar a mi tribu el territorio en el que habitamos y cosechamos, nuestras raíces ancestrales. Tierras sagradas, que durante cientos de años nuestros ancestros habían tomado prestada de la naturaleza. Los cuerpos de mi pueblo caían fallecidos al tratar de luchar. Entre ellos el de mi papá. Mi mamá, huyó desesperadamente cargándome entre sus brazos. Su rostro, matizado por el terror, estaba humedecido por lágrimas con sabor a angustia y tristeza que se deslizaban suavemente por sus ojos, que claramente reflejaban el dolor de ese día que perduraría por siempre en la memoria de su corazón. Situó mi cara en su regazo para que no fuera un espectador de esa vasta masacre. Corrimos hasta que nuestros cuerpos no resistieron más y cayeron en el mismo lugar en donde amanecimos. Recorrimos la densa selva durante semanas en busca de ayuda, pero tan solo estábamos expuestos a los peligros de la naturaleza. Hambrientos y sin protección en un aparente camino sin rumbo, que hacía de nuestra estadía un conteo hacia la muerte.
Ahora, me encuentro recostado en la alfombra verde, con mi mirada fijada al cielo y tratando de creer que era solo una pesadilla. Mi mamá, interrumpe acosando con seguir nuestro camino. Alcanzamos un camino pavimentado, de repente, avisté un aparato de cuatro ruedas que pasó a toda velocidad. Me impacté. Nunca había visto algo igual. Mi mamá, me dijo que desde ahora todo parecería nuevo para mí. Visitaríamos un nuevo mundo, alejado de nuestras raíces y costumbres indígenas, y sumergido en la artificie del “hombre blanco”. Caí derrumbado en medio del camino por la falta de comida y la debilidad de mi cuerpo. Horas después abro mis ojos, estoy en sus brazos, hambriento y temblando del frío. Ella me dice: no te preocupes, pronto llegaremos y mejoraras, hijo mio. Estábamos en uno de los artefactos que había avistado hace poco tiempo. Un hombre blanco lo conducía. Por fin, estábamos a poco tiempo de llegar a ese nuevo destino. Desde la ventana, alcance a mirar torres de ladrillo y cemento que se alzaban desde la tierra imponiéndose contra el cielo. Mi mamá al ver mi cara, con una mueca de aparente gracia me dijo: bienvenido, hijo mío, bienvenido a la maquina. Llegamos, mi mamá se despidió con una venia de agradecimiento.
El primer paso que dimos en ese lugar, fue el instante en que todo cambio. Los bosques habían sido remplazados por cemento, y los pocos árboles que existían eran puestos como adorno, yacían muertos y enfermos. La tierra desangrando y las flores lastimadas por el sol. No había lugar en donde se pudieran oír los cantos de las aves o el suave murmullo del viento. El aire pesado y contaminado afecto, casi enseguida, nuestra respiración. Las personas parecían enfermas, tenían la mirada fría y caminaban como autómatas. Personas que no vivían sino que actuaban. Sin tan siquiera mirarnos o percatarse de nuestra existencia. Mi mamá suplicaba auxilio, estaba enferma, y al igual que yo, necesitaba ayuda. Nadie, absolutamente nadie nos ayudó. La indiferencia de esos hombres hizo que mi mamá diera su último suspiro reposando en mis brazos, yo le lloraba a la existencia por no haber podido hacer algo para que mi madre estuviera junto a mí de nuevo. Mis lamentos eran tan fuertes, que las personas advirtieron nuestra presencia. Pronto acudieron unos hombres dispuestos solo para recoger el cuerpo frío y pálido de mi mamá. Con todas mis fuerzas me aferré a lo que quedaba de ella, las últimas gotas de su aroma. Ellos me alejaron para siempre de su esencia. Me querían llevar con ellos, pero yo los aborrecía, era por ellos que mi mamá ya no estaba en esta vida. Corrí sin más esperanza, completamente solo. Mi refugio fue la calle, que desde entonces ha sido mi hogar. Ahí, soy más libre que las marionetas que andan en el circulo vicioso del consumismo, deambulando por la maquina, ella les ha dicho que soñar. Con el pasar del tiempo he aprendido de este contraste, y ahora más que nunca, sé que la miseria humana lo único que ha hecho es tratar de remplazar la naturaleza, tratándola tan solo como un recurso. Extrayendo de sus raíces aquello que necesita para saciar su hambre. Tratan a la naturaleza como algo que puede se comprado o vendido. Pronto desaparecerá todo, por que el hombre blanco lo ha consumido.